domingo, 20 de mayo de 2007

Ainhoa Arteta en Torrelavega


La soprano Ainhoa Arteta se presentó en el Teatro Concha Espina de Torrelavega el pasado jueves en medio de la expectación que cabía suponer en una artista de tanta repercusión mediática y obtuvo un éxito rotundo que merece varios comentarios. El primero que viene a la mente es el que se oía en los corrillos de aficionados que se formaban al término del recital: ya era hora de que en Torrelavega se escuchara algo así-dicho sea sin desconsideración a los músicos que se han atrevido a actuar estos últimos años en lugares tan poco propicios como la iglesia de la Asunción. Y es que la cosa no era para menos, pues Ainhoa Arteta demostró que, si durante un tiempo sus apariciones en los ecos de sociedad pudieron diluir o distorsionar su verdadera dimensión artística, esa época ha quedado definitivamente atrás y lo que se presenta ante nosotros con ese nombre que es casi una marca registrada es una artista de indudable categoría que, además, atraviesa una magnífica madurez vocal.
Así se puso de manifiesto en la primera parte del recital, donde la soprano guipuzcoana se sirvió de mélodies francesas de Gounod, Bizet, Hahn y Chausson para exhibir una técnica capaz, un depurado gusto por el matiz y un sentido del fraseo que para sí quisieran muchas colegas afamadas sobre cuya talla no sobrevuelan incómodas sospechas. Las características veladuras de su voz y su emisión permanentemente cubierta procuraron efectos de rara belleza y en este sentido, lo que Arteta consiguió con su interpretación de la bizetiana Adieux de l’hôtesse arabe, cuya escritura operística le permitió dar un paso más y mostrar la variedad y amplitud de sus registros, justifica por si solo todo un recital.
En la segunda parte, nos encontramos con la Arteta más previsible, pero no por ello menos interesante, pues además de presentarnos un bonito ciclo de canciones de Miquel Ortega sobre textos de García Lorca, pudimos apreciar más detalles de madurez a la hora de abordar el Poema en forma de canciones de Turina y las Cuatro tonadillas de Granados, representadas, más que cantadas, con la gracia y naturalidad que éstas exigen.
A su lado tuvo Ainhoa Arteta a un gran acompañante, Rubén Fernández, que supo cederle el protagonismo sin desaprovechar la oportunidad de lucimiento que le brindaba el Arabesque de Debussy. El concierto, ya digo, fue un éxito para ambos, pero no sólo eso: como bromeaba la cantante entre las propinas, no se oyó ningún teléfono móvil en toda la velada, un acontecimiento que sin duda merece ser inscrito en los anales de la historia reciente de la música occidental. Queda dicho.

jueves, 3 de mayo de 2007

De oídas


PUCCINI: La Bohème. Inva Mula, Aquiles Machado, Fabio Maria Capitanucci. Coro y Orquesta del Teatro Real. Dir.: Jesús López Cobos
Opus Arte OA0961 D
2 DVDs
149’
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Aparece en DVD el registro videográfico de la magnifica producción de La Bohème que Giancarlo del Monaco realizó para el Teatro Real y que el coliseo madrileño repuso el pasado año. El lanzamiento es especialmente bienvenido por cuanto recupera uno de los montajes más hermosos que se han visto en la historia del capolavoro pucciniano y proyecta una imagen muy positiva del que se supone que es el primer teatro de ópera de nuestro país. No es que la orquesta, dirigida por Jesús López Cobos, suene especialmente bien; al menos, la toma sonora no permite apreciarlo; pero el cuidado puesto en cada uno de los detalles resultó en un espectáculo que, visto en la calma doméstica, se aproxima a la perfección y que, en todo caso, es superior a la suma de todos sus elementos, mérito que me atrevo a atribuir al citado del Monaco. El sello, al menos, es el mismo que pude apreciar en su producción de Eugenio Oneguin que hace poco se representó en Santander y Pamplona y que este medio reseñó sin mayor entusiasmo: absoluto conocimiento del lenguaje teatral, respeto al libreto original y máximo aprovechamiento de los medios técnicos y humanos disponibles, incluyendo entre ellos el variable talento dramático de los cantantes. Éstos parecen dar aquí lo mejor de si mismos y de hecho alcanzan una comunión que queda de manifiesto en cada escena, pero vayamos por partes.

Aquiles Machado posee la voz idónea para el papel de Rodolfo por flexibilidad, brillo y densidad; otra cosa muy distinta es su presencia escénica o algunos defectos de dicción que en cualquier caso no empañan una interpretación muy estimable. A Inva Mula le ocurre lo contrario: posee el físico ideal para encarnar a Mimì, aunque a la voz le falte algo de cuerpo en el agudo; frasea con un gusto exquisito y la hondura de su canto confiere a su retrato de la humilde modistilla la autenticidad que vemos en las interpretaciones de sus grandes colegas. Fabio Maria Capitanucci, que encarna a Marcello, no cuenta con un timbre de voz especialmente atractivo o personal, pero sí con una sólida técnica, carisma y una desenvoltura escénica que conviene mucho a su personaje: muy bien. De Laura Giordano, Musetta, puede decirse exactamente lo mismo, mientras que del resto del reparto, compuesto por jóvenes cantantes como David Menéndez, Juan Tomás Martinez o Felipe Bou, hay que insistir en su absoluta implicación en el conjunto por más que sus papeles sean secundarios.

La realización televisiva de Robin Lough es ejemplar, como lo son la iluminación de Wolfgang von Zoubek y el vestuario y decorados de Michael Scott. Giancarlo del Monaco escribe un breve artículo donde justifica su enfoque con argumentos sólidos y aparece junto a Jesús López Cobos, Inva Mula y Aquiles Machado en las entrevistas que completan una grabación absolutamente recomendable.

VERDI: Aida. Maria Chiara, Luciano Pavarotti, Ghena Dimitrova. Orquesta y Coro del Teatro alla Scala. Dir.: Lorin Maazel.
238’’
Arthaus 100 059
2DVDs
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Arthaus reedita una vez más el conocido registro videográfico de la producción de Aida que, bajo la dirección musical de Lorin Maazel y escénica de Luca Ronconi, pudo verse en la Scala de Milán en 1986. Sobre el papel, los nombres de Luciano Pavarotti, Maria Chiara, Ghena Dimitrova, Juan Pons y Nicolai Ghiaurov garantizaban una velada para el recuerdo, algo que finalmente ocurrió y que hoy podemos revivir gracias a la presente grabación, ahora completada con un cuidado, interesante y extenso reportaje sobre la ópera realizado de London Weekend Television que la hace aún más recomendable.
Vaya por delante algo que, por sabido, no deja de ser un inconveniente cuando uno se enfrenta a una Aida en imágenes: Luciano Pavarotti es tan grandísimo cantante como mediocre actor; su único recurso consiste en levantar los brazos, que normalmente cuelgan de los hombros y permanecen adosados a su oronda figura la mayor parte del tiempo. Dicho esto, podemos referir algunas de las múltiples bondades de una versión que debería conocer todo aficionado: por ejemplo, la privilegiada voz del mismo Pavarotti, que cuatro años después se convertiría en un icono mundial por obra y gracia del balompié. Denostado tantas veces por su fraseo escaso de matices, su encarnación como Radamés le reivindica como intérprete; además, la belleza tímbrica y emisión natural, que no tienen parangón en la actualidad y apenas lo tuvieron anteriormente, son fascinantes. Quizás este término resulte excesivo para referirse a la Aida de Maria Chiara, pero es evidente que se entrega hasta el límite de sus muy considerables capacidades y que el dúo de tenor y soprano del tercer acto es un magnífico compendio de lo que debe entenderse por canto italiano. Por su parte, Ghena Dimitrova (Amneris) y Nicolai Ghiaurov (Ramfis) son dos fenómenos de la naturaleza; ambos están aquí como cabía esperar y sus voces, de cuyas proporciones bien podríamos afirmar que eran faraónicas, brillan especialmente en sus dispares cometidos. Junto a ellos, Juan Pons no desmerece en absoluto, aunque el barítono menorquín luzca un instrumento de menor rotundidad y atractivo.

Como no podía ser de otra manera, la orquesta y el coro del teatro milanés suenan a las mil maravillas a las órdenes del maestro Lorin Maazel y la producción de Luca Ronconi no huye del tópico, pero tampoco se regodea en él; hay cartón piedra, es cierto, pero sólo en las mínimas dosis necesarias para satisfacer el gusto de los espectadores estéticamente más conservadores y a cambio hay un movimiento escénico y un cuidado en la iluminación que muestran a las claras su inmenso talento.

Se hace muy difícil escoger una única Aida en DVD, pues desde la de Toscanini en versión concierto hasta la del Liceu con los maravillosos decorados de Mestres Cabanes, hay varias muy interesantes, pero también es verdad que ésta es una de ellas.


MOZART: Las bodas de Fígaro. Ildebrando D’Arcangelo, Anna Netrebko, Dorothea Röschmann. Filarmónica de Viena. Dir.: Nikolaus Harnoncourt.
Deutsche Grammophon 0734245
202’’
2 DVDs
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Parece increíble y sin embargo es verdad: a estas alturas de la liga, cuando han pasado más de 200 años desde el día de su estreno y se han dado miles de representaciones y versiones discográficas sin cuento, aún se pueden hallar cosas nuevas en Las bodas de Fígaro. Al menos, así lo viene a demostrar la presente grabación videográfica, obtenida el pasado verano en Salzburgo e inscrita a la integral operística mozartiana con que el festival austriaco y el sello Deutsche Grammophon han querido celebrar el 250 aniversario del nacimiento de Mozart.
Para tal fin, se dispusieron los mejores medios técnicos y así, la grabación es un prodigio de alta definición visual y sonora (DTS 5.1) que, en su realización para la pantalla, ha corrido a cargo del experimentado Brian Large, de manera que, como bien puede imaginar el lector, estas Bodas constituyen una absoluta gozada para la vista y el oído del aficionado más exigente, pero ¿y en lo artístico, que es lo que verdaderamente importa? Pues también, aunque aquí es necesario realizar algunas precisiones, empezando por el desempeño de su director musical, Nikolaus Harnoncourt. A nadie se le ocurriría calificar éste ni cualquier otro de sus trabajos como vulgar: de hecho, por personal e intransferible, su arte es todo lo contrario; sin embargo, su minuciosa labor con una espléndida Filarmónica de Viena, su idiosincrásica elección de tempi, sus marcadas inflexiones rítmicas, la novedosa acentuación en los recitativos no serán del gusto de todos y a la larga pueden restar frescura, parecer arbitrarias e incluso llegar a cansar o convertir la obra original en otra cosa. Esto, que no deja de ser una ilusión, ocurre porque Las bodas de Fígaro son un poco como la selección nacional de fútbol: que todo el mundo tiene una idea clara de cómo debería ser y a veces un exceso de personalidad resulta contraproducente.

En cualquier caso, nadie que aprecie el buen cantar debería perderse la sobresaliente Condesa de Dorothea Röschmann o el insuperable Cherubino de Christine Schäfer. Entre los hombres, la cosa no da para tanto entusiasmo: Ildebrando d’Arcangelo sigue luciendo como Figaro una voz pastosa y timbrada, pero escasa imaginación y variedad en el decir, mientras que Bo Skovhus muestra como el Conde sus excelentes dotes actorales y una dicción poco ortodoxa. Del resto de un reparto capaz, deben destacarse las tablas de Marie McLaughlin, magnífica Marcellina, y la estampa de Anna Netrebko, carente de picardía y relieve vocal como Susanna.

Dejo para el final lo más discutible: el montaje de Claus Guth, que traslada el libreto a la Europa de fines del s. XIX y de paso le da a la puesta en escena unos toques de Ibsen, Strindberg y Bergman que quizás atraigan al público alemán/intelectual deseoso de hallar un sentido oculto en todo, pero que, personalmente considero que le sientan a Las bodas de Fígaro como a un santo dos pistolas. Con todo, yo no lo dudaría y me haría con esta grabación de inmediato.

ALAGNA, ROBERTO: TENOR! Arias, dúos y escenas de La bohème, Tosca, La rondine y otras. Angela Gheorghiu, Inva Mula, Thomas Hampson y otros. Varias orquestas y directores.
EMI 3 807932
2 CDs
151’01’’
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Roberto Alagna es una figura de permanente actualidad, ya sea por alguna de sus espantadas en los teatros más importantes del mundo mundial o por la continua (re)edición de sus registros, entre los que habitualmente encontramos un poco de todo. En éste que se comenta, esta expresión hay que tomarla en términos más cuantitativos que cualitativos, pues la antología recupera fragmentos de sus grabaciones completas para Emi, la mayoría de las cuales rayan a un nivel muy alto. Así, en el primer disco, encontramos su reconocida Bohème (aria y dúo con la Mimì de Leontina Vaduva), la curiosa Lucie de Lammermoor (escena del primer acto con la Lucie de Natalie Dessay), el interesante Don Carlos (aria de entrada y dúos con el Rodrigo de Thomas Hampson y el Philippe II de José van Dam), su irregular Tosca (arias y dúo del tercer acto con la Tosca de Angela Gheorghiu), un Trovatore sorprendente (dúo con su señora esposa y la celebérrima ‘Pira’) y las correspondientes arias de La rondine, Gianni Schicchi y Le villi; en el segundo, la ópera francesa se lleva la parte del león con arias y dúos de Roméo et Juliette, Manon, Werther y Carmen, todas ellas muy bien recibidas en su día por la crítica, a lo que se suman páginas solistas del Te Deum de Berlioz, el Requiem de Verdi, la Messa di gloria de Puccini y La belle Hélène de Offenbach.

En tan extensa selección, como decía, hay momentos muy buenos y otros que no lo son tanto, pero por lo general y hablando ya de las óperas del repertorio italiano que grabó con su señora esposa, Alagna muestra el canto extravertido, la colocación aleatoria de la voz y el fraseo un punto desaforado y canalla que le caracterizan y alterna detalles de gusto e imaginación con otros burdos e insufribles, lo que da el retrato acaso más fiel del cantante. En cualquier caso, en estas obras, Alagna tiene sus seguidores que sabrán apreciar el arrobo con que canta ‘Che gelida manina’ o el desenfado y la alegría exultante de ‘Firenze è come un albero fiorito’ y al tiempo sabrán disculpar los excesos de ‘Di quella pira’.

Personalmente, prefiero con mucho sus grabaciones de ópera francesa, en las que se muestra mucho más contenido y deslumbra con una dicción de una claridad y belleza insuperables; parece otro intérprete que al fin sabe situarse en el punto justo equidistante de la blandenguería y del énfasis excesivo de tantos colegas, de manera que los fragmentos de Roméo et Juliette, Werther, Manon y en menor medida Carmen (muy bien Inva Mula como Micaela) nos devuelven el mejor Alagna, el que uno no se cansa de escuchar y del que se esperan ansiosos nuevos registros. El tiempo dirá qué Alagna acabará imponiéndose.

Ut musica


Dicen que la música empieza donde termina la palabra, aunque uno, que ni escribe ni compone, pero se mueve permanentemente entre fusas, corchetes, frases y corcheas, no acaba de ver clara esa división. Pienso que quizá mi astigmatismo también lo es mental y que algo se me escapa, pero me consuelo pensando que tampoco soy el único: Mendelssohn, que de música sabía un rato, escribió Romanzas sin palabras porque creía que éstas, más que revelar, ocultan la verdad de los sentimientos más íntimos y profundos y, más que aclarar, confunden, lo que no deja de ser otro desorden romántico, aunque no falte quien de buena fe así lo crea.

Decía que nunca he visto clara esa división y cuando leo Acción de gracias de Ana Rodríguez de la Robla, pues la verdad, menos aún: me ocurrió la otra noche al leer Lápiz en la nieve mientras escuchaba el Quinteto para piano de Schumann; a lo mejor fue simplemente por cansancio, pero de pronto sentí –o me pareció sentir- que lo que en realidad oía era una voz –no sé de quién- leyéndome sus versos en una de esas experiencias que los psicólogos llaman sinestesia. Ayuno como estaba de productos psicotrópicos, repetí la experiencia al día siguiente y la sensación se reprodujo con la misma intensidad; puede que fuera por pura y simple autosugestión; no sé, pero creo que la razón de tal fenómeno se encuentra en la propia naturaleza de la poesía de Ana Rodríguez de la Robla –de quien hasta ahora sólo conocía sus agudas críticas teatrales- aunque si me paro a pensarlo, su aliento me recuerda más al expresionismo vanguardista de Schönberg y la continua tensión-distensión de Noche transfigurada que al romanticismo anhelante de Schumann.

Me pregunto si la autora, de cuya melomanía queda constancia en Medusas, Embraceable you y O dolorosa gioia, convendría conmigo en este parentesco, pues parece que le atrae más la figura de Bach, Händel o Gesualdo y la cristalina claridad de sus texturas, casi en las antípodas de Schönberg, pero olvidémonos de los nombres y volvamos al asunto: sí, es cierto lo que dice Jaime Siles en el prólogo precisamente a propósito de Lápiz en la nieve -“la escritura tiene dinamismo de partitura musical”- y también lo es que Acción de gracias rebosa musicalidad, pero, parafraseando a Fernando Llorente en su magnífica reseña, ¿podría ser de otro modo en un libro de poesía que lo sea? No, no parece pues que hayamos descubierto lo que de extraordinario hay en sus versos –algo para lo que, por otro lado, no me considero capacitado-, pero sí me gustaría subrayar ese valor que tantas otras veces se supone más que se percibe y apuntar otro, aún más evidente: su fantástico poder visionario, el inagotable torrente de imágenes que se suceden mostrándonos ríos de sangre, arroyos que surcan paraísos inhóspitos y paisajes asilvestrados por los que se deslizan serpientes y los supervivientes de la barbarie luchan por mantenerse en pie. Ni William Blake lo hubiera pintado mejor.

martes, 1 de mayo de 2007

El renacimiento de Shakespeare en la primera mitad del siglo XIX


Es algo que hoy parece incontrovertible y sin embargo no fue siempre así: a lo largo de los siglos, la excelencia poética de William Shakespeare –o de quienquiera que escribiera las obras firmadas por él- ha conocido altibajos en la estima de quienes uno supondría mejor preparados para entenderle y, contra lo que ciertos críticos pueden hacernos creer, su consagración definitiva como centro del “canon occidental” (Harold Bloom) es un fenómeno relativamente reciente. Hablo, insisto, del reconocimiento universal de su valía, porque sus compatriotas lo tuvieron claro desde el principio como lo da a entender, entre muchos otros comentarios, el célebre juicio crítico que el clérigo Francis Meres escribió en su Palladis Tamia, or Wits Treasury allá por 1598: “De la misma manera que se tiene a Plauto y Séneca por los mejores en la comedia y en la tragedia entre los latinos, entre los ingleses Shakespeare es el más excelente en ambos géneros”.

Por el contrario, en Francia, España, Italia e incluso en Alemania, país shakespeariano por excelencia, su figura no siempre fue tan reverenciada como uno podría imaginar, pero si bien se mira, no tiene nada de extraordinario que la reputación de Shakespeare haya conocido una fortuna dispar a lo largo de la historia: los melómanos saben que Johann Sebastian Bach conoció una suerte semejante y, según parece, tuvo que ser todo un Mendelssohn quien le devolviera al lugar que por justicia le corresponde; en la pintura, tenemos el caso paradigmático de Van Gogh, en la historia de la ciencia son bien conocidos los de Galileo o Huygens e incluso filósofos hoy indiscutidos como Schopenhauer conocieron el olvido o el desprecio por las más diversas razones; en fin, como decía y volviendo al campo de las artes, no es que esto tenga nada de raro: de hecho, hasta podría afirmarse que tal destino parece privilegio de los más grandes, pero ¿por qué sucede así? El lector puede concluir que todo se reduce a una mera cuestión de gustos y no va en absoluto desencaminado, pero la ocasión invita a hacer algunas reflexiones y repasar la Historia, que siempre nos depara alguna que otra sorpresa.

Por ejemplo, puede sorprendernos la diatriba que el mismísimo Voltaire escribió contra el dramaturgo inglés en sus Lettres anglaises ou lettres philosophiques (1733) y donde, entre muchas otras perlas, leemos que “El mérito de este autor ha perdido al teatro inglés. Tenía un talento lleno de fuerza y fecundidad, natural y sublime, pero sin la menor chispa de buen gusto ni conocimiento de las reglas... Contiene escenas tan bellas, pasajes tan grandes y tan terribles diseminados en farsas monstruosas, que apellidan tragedias, que sus obras siempre obtienen un gran éxito. El tiempo, que es el único que consagra la reputación de los hombres, también acaba por convertir en respetables sus defectos. La mayor parte de las ideas extravagantes y gigantescas de este autor, al cabo de doscientos años han adquirido el derecho de pasar por sublimes... Ya sabéis que en la tragedia El Moro de Venecia, obra muy conmovedora, un marido estrangula a su esposa en escena y que, después de estrangulada, la pobre mujer exclama aún que muere injustamente. Tampoco ignoráis que en Hamlet unos sepultureros abren una fosa, mientras beben, canturrean coplas y hacen jugarretas con los cráneos que topan. En Julio César se toleran las bufonadas de zapateros romanos que comparten la escena con Bruto y Casio; es porque las tonterías de Shakespeare son antiguas... El genio poético de los ingleses se parece hasta hoy a un árbol corpulento plantado por la naturaleza, que extiende a la ventura mil ramas, y que se desarrolla con fuerza, pero desigualmente; morirá si intentáis forzarle la naturaleza y recortarlo como un árbol de los jardines de Marly".

La cita es algo larga y nos remite a un tiempo anterior al que pretenden cubrir estas líneas, pero creo que merece la pena pues retrata a la perfección el gusto neoclásico que predominaría en las literaturas europeas hasta mediados del siglo XVIII, que impondría el modelo de Jean Racine y que sería adoptado por una legión de afrancesados sin demasiado criterio o por esos eruditos a la violeta que tan ácidamente criticó José Cadalso. Esta doctrina, que acabó llevando los postulados de Horacio y Boileau a extremos ridículos, valoraba más la lucidez estéril que el trance creador y no aceptaba que el genio natural pudiera ser fecundo sin un saber sólido o un arte depurado, actitud que puede entenderse mejor si uno lo considera desde una perspectiva sociológica y piensa que el surgimiento de este neoclasicismo está estrechamente relacionado con el de la pujante burguesía francesa–una burguesía ilustrada que dominaba la justicia y la administración pública y que por su formación sólidamente racionalista basada en la enseñanza de la lógica, de las matemáticas, de la disciplina gramatical y de la jurisprudencia, era apta para aceptar y desarrollar una estética literaria próxima a la clásica. Así, como escribe Antoine Adam (Histoire de la littérature française, 1956), “es natural que una burguesía de funcionarios y de hombres de leyes adopte formas de pensamiento abstracto y que tienden a lo general por la vía de la abstracción. Es natural que esta burguesía ponga su confianza en la razón, en una razón, por lo demás, que ella concibe como universal y normativa a la manera de una ley. Es natural que ponga su confianza en las reglas poéticas precisas y en una técnica poética que corresponde exactamente a los reglamentos y a las leyes de cuya aplicación está encargada. Es natural que atribuya el mayor valor a las cualidades de claridad, de lógica, de regularidad, de las que ella hace, por su parte, ejercicio cotidiano".

Las consecuencias de esta perversión también son conocidas; Goya lo expresó a su manera con “El sueño de la razón produce monstruos", pero la clarividencia sintética del pintor no casa bien con el rigor analítico del crítico o el historiador, que necesita más palabras para explicar lo mismo; para ese crítico, para cualquier historiador, la reacción racionalista contra los excesos barrocos que había inspirado el neoclasicismo dio paso a un intelectualismo rígido, seco y áspero y aquella recuperación del modelo clásico –del cual se derivaban la disciplina y las reglas necesarias para el logro de una obra perfecta- degeneró en un excesivo culto a la razón donde “la emoción, el mito y el símbolo eran con frecuencia sacrificados a imperativos racionalistas” (Vítor Manuel de Aguiar e Silva, Teoría de la literatura, 1986). Por eso, tampoco debe extrañarnos que, cuando a mediados del siglo XVIII la inspiración poética parece a punto de marchitarse confundida con el trabajo, el estudio y el saber y la figura de Shakespeare ya casi es presa del descrédito, surja una nueva estética que muestra el declive de las influencias greco-latinas y se distancia de los cánones estéticos del clasicismo. Es el movimiento que hoy conocemos como prerromanticismo o Sturm und Drang y cuya literatura se rebela contra las reglas neoclásicas y defiende la preponderancia del genio como fuerza ajena al dominio de la razón que no puede ser sometida a preceptos. De esta manera, la poesía se libera del principio de la imitación que nadie se había atrevido a discutir desde los tiempos de Platón y Aristóteles y si bien sus adalides reconocen que griegos y latinos no tienen parigual en la reproducción de la belleza natural, también sostienen que el eje de la filosofía ya no está en la naturaleza, sino en la conciencia del hombre y que el espíritu moderno, más complejo, quiere un arte que traduzca sus debilidades y sus grandezas y, sobre todo, sus anhelos de una libertad infinita.

En verdad, Inglaterra desempeñó un papel importantísimo en la consecución de ese ideal y sus hombres de letras contribuyeron con obras como Night Thoughts de Edward Young, The Seasons de Thomson y los poemas de Ossian que gustaba de traducir Werther y que en realidad habían sido compuestos por James McPherson, pero ¿y Shakespeare? Pues bien, después de verse tanto tiempo denostado y a la vez imitado por quienes le reprochaban sus excesos, el dramaturgo inglés pudo por fin resarcirse e imponer la categoría de su talento universal, pero no en su país natal –donde, como hemos dicho, nunca le hizo falta- sino en toda Europa y ello fue gracias a la labor de los hermanos Friedrich y August Wilhelm Schlegel, Ludwig Tieck y Friedrich von Hardenberg, Novalis quienes, como teóricos, críticos e incluso traductores, por fin le situaron en el lugar de privilegio que le corresponde, aunque posteriormente Tieck se permitiera situar a Calderón aún por encima.

Como puede suponerse, el credo estético de los abanderados del Sturm und Drang se oponía radicalmente al de los neoclásicos: en él, las influencias greco-latinas son gradualmente sustituidas por fuentes nuevas y Shakespeare, hasta entonces ensombrecido por Racine, se erige en el modelo a seguir y se convierte en objeto de múltiples ediciones y continuas alabanzas; su indiferencia hacia las reglas clásicas, su expresión espontánea de la emoción extrema y su lenguaje se funden para componer la esencia de su genio; se le considera más un poeta al que hay que leer que un dramaturgo, se le tiene, en fin, por un auténtico filósofo: “Shakespeare no es de ninguna época; es inútil intentar apoyar sus frases con citas de Ben Jonson, Beaumont y Fletcher. Su lenguaje es completamente personal y los dramaturgos más jóvenes le imitaron. La construcción de las frases de Shakespeare, en verso o en prosa, es el vehículo necesario y homogéneo de su particular forma de pensar. El suyo no es el estilo de la época... Creo que no era en absoluto más inteligible en su día que lo que es ahora para un hombre culto, salvo por unas pocas alusiones sin importancia. Como dije, no pertenece a ninguna época ni –añado- a ninguna religión, partido o profesión. El cuerpo y la sustancia de sus obras surgió de la insondable profundidad de su mente oceánica” (Samuel Taylor Coleridge, Table Talk, 1836).

Es a partir de ese momento cuando las obras de Shakespeare son vistas bajo una óptica distinta –o, si se prefiere, moderna- y su figura va reevaluándose a medida que se conocen las nuevas aportaciones que se hacen desde otros campos: así, William Hazlitt comenzó a explorar seriamente el aspecto psicológico de las obras del inglés en un enfoque que ha llegado hasta nuestros días y que tiene en sus Lectures on the English poets (1818) uno de sus estudios más serios. En él, encontramos pasajes como éste: “Cada uno de sus personajes tiene tanto de sí mismo y es tan independiente del resto y del autor, que parece una persona real, no una ficción de la mente. Se diría que el poeta se identifica con el carácter que desea representar y que pasa de uno a otro, como un mismo alma que va animando sucesivamente cuerpos diferentes. Sirviéndose de un arte semejante al del ventrílocuo, arroja su imaginación fuera de si mismo, y logra aparentar que procede de la boca de la persona en cuyo nombre se da. Sus obras son auténticas expresiones de pasión, no descripciones; sus personajes, verdaderos seres de carne y hueso: hablan como hombres, no como escritores".

El lector melómano que haya tenido la paciencia de llegar hasta aquí se sentirá defraudado si no encuentra alguna alusión a Shakespeare y la música o Shakespeare y la ópera, pero nunca fue ése el propósito de este artículo; quizás, y para recompensar su esfuerzo, podemos dejar apuntado que el inglés ha sido fuente de inspiración de infinidad de obras, aunque, como recuerda el Grove Dictionary of Music and Musicians, apenas un puñado de ellas son dignas de recuerdo y, entre éstas, sólo unas pocas óperas son fieles adaptaciones de las obras en que se basan (la belliniana I Capuleti e i Montecchi no es una de ellas, si nos fijamos en cómo están tratados los personajes). Seguramente, Rossini, Verdi, Wagner y Bellini, que también eran hombres de teatro aunque éste fuera musical, participaban de las impresiones de Hazlitt y de hecho dejaron escritas interesantes apreciaciones sobre Shakespeare, pero estas líneas llegan a su fin y deben hacerlo concluyendo que, de la misma forma que hacemos con Cervantes, hemos de volver a Shakespeare una y otra vez, no tanto por saber más de él o de sus obras, como por conocernos mejor a nosotros mismos.