martes, 1 de mayo de 2007

El renacimiento de Shakespeare en la primera mitad del siglo XIX


Es algo que hoy parece incontrovertible y sin embargo no fue siempre así: a lo largo de los siglos, la excelencia poética de William Shakespeare –o de quienquiera que escribiera las obras firmadas por él- ha conocido altibajos en la estima de quienes uno supondría mejor preparados para entenderle y, contra lo que ciertos críticos pueden hacernos creer, su consagración definitiva como centro del “canon occidental” (Harold Bloom) es un fenómeno relativamente reciente. Hablo, insisto, del reconocimiento universal de su valía, porque sus compatriotas lo tuvieron claro desde el principio como lo da a entender, entre muchos otros comentarios, el célebre juicio crítico que el clérigo Francis Meres escribió en su Palladis Tamia, or Wits Treasury allá por 1598: “De la misma manera que se tiene a Plauto y Séneca por los mejores en la comedia y en la tragedia entre los latinos, entre los ingleses Shakespeare es el más excelente en ambos géneros”.

Por el contrario, en Francia, España, Italia e incluso en Alemania, país shakespeariano por excelencia, su figura no siempre fue tan reverenciada como uno podría imaginar, pero si bien se mira, no tiene nada de extraordinario que la reputación de Shakespeare haya conocido una fortuna dispar a lo largo de la historia: los melómanos saben que Johann Sebastian Bach conoció una suerte semejante y, según parece, tuvo que ser todo un Mendelssohn quien le devolviera al lugar que por justicia le corresponde; en la pintura, tenemos el caso paradigmático de Van Gogh, en la historia de la ciencia son bien conocidos los de Galileo o Huygens e incluso filósofos hoy indiscutidos como Schopenhauer conocieron el olvido o el desprecio por las más diversas razones; en fin, como decía y volviendo al campo de las artes, no es que esto tenga nada de raro: de hecho, hasta podría afirmarse que tal destino parece privilegio de los más grandes, pero ¿por qué sucede así? El lector puede concluir que todo se reduce a una mera cuestión de gustos y no va en absoluto desencaminado, pero la ocasión invita a hacer algunas reflexiones y repasar la Historia, que siempre nos depara alguna que otra sorpresa.

Por ejemplo, puede sorprendernos la diatriba que el mismísimo Voltaire escribió contra el dramaturgo inglés en sus Lettres anglaises ou lettres philosophiques (1733) y donde, entre muchas otras perlas, leemos que “El mérito de este autor ha perdido al teatro inglés. Tenía un talento lleno de fuerza y fecundidad, natural y sublime, pero sin la menor chispa de buen gusto ni conocimiento de las reglas... Contiene escenas tan bellas, pasajes tan grandes y tan terribles diseminados en farsas monstruosas, que apellidan tragedias, que sus obras siempre obtienen un gran éxito. El tiempo, que es el único que consagra la reputación de los hombres, también acaba por convertir en respetables sus defectos. La mayor parte de las ideas extravagantes y gigantescas de este autor, al cabo de doscientos años han adquirido el derecho de pasar por sublimes... Ya sabéis que en la tragedia El Moro de Venecia, obra muy conmovedora, un marido estrangula a su esposa en escena y que, después de estrangulada, la pobre mujer exclama aún que muere injustamente. Tampoco ignoráis que en Hamlet unos sepultureros abren una fosa, mientras beben, canturrean coplas y hacen jugarretas con los cráneos que topan. En Julio César se toleran las bufonadas de zapateros romanos que comparten la escena con Bruto y Casio; es porque las tonterías de Shakespeare son antiguas... El genio poético de los ingleses se parece hasta hoy a un árbol corpulento plantado por la naturaleza, que extiende a la ventura mil ramas, y que se desarrolla con fuerza, pero desigualmente; morirá si intentáis forzarle la naturaleza y recortarlo como un árbol de los jardines de Marly".

La cita es algo larga y nos remite a un tiempo anterior al que pretenden cubrir estas líneas, pero creo que merece la pena pues retrata a la perfección el gusto neoclásico que predominaría en las literaturas europeas hasta mediados del siglo XVIII, que impondría el modelo de Jean Racine y que sería adoptado por una legión de afrancesados sin demasiado criterio o por esos eruditos a la violeta que tan ácidamente criticó José Cadalso. Esta doctrina, que acabó llevando los postulados de Horacio y Boileau a extremos ridículos, valoraba más la lucidez estéril que el trance creador y no aceptaba que el genio natural pudiera ser fecundo sin un saber sólido o un arte depurado, actitud que puede entenderse mejor si uno lo considera desde una perspectiva sociológica y piensa que el surgimiento de este neoclasicismo está estrechamente relacionado con el de la pujante burguesía francesa–una burguesía ilustrada que dominaba la justicia y la administración pública y que por su formación sólidamente racionalista basada en la enseñanza de la lógica, de las matemáticas, de la disciplina gramatical y de la jurisprudencia, era apta para aceptar y desarrollar una estética literaria próxima a la clásica. Así, como escribe Antoine Adam (Histoire de la littérature française, 1956), “es natural que una burguesía de funcionarios y de hombres de leyes adopte formas de pensamiento abstracto y que tienden a lo general por la vía de la abstracción. Es natural que esta burguesía ponga su confianza en la razón, en una razón, por lo demás, que ella concibe como universal y normativa a la manera de una ley. Es natural que ponga su confianza en las reglas poéticas precisas y en una técnica poética que corresponde exactamente a los reglamentos y a las leyes de cuya aplicación está encargada. Es natural que atribuya el mayor valor a las cualidades de claridad, de lógica, de regularidad, de las que ella hace, por su parte, ejercicio cotidiano".

Las consecuencias de esta perversión también son conocidas; Goya lo expresó a su manera con “El sueño de la razón produce monstruos", pero la clarividencia sintética del pintor no casa bien con el rigor analítico del crítico o el historiador, que necesita más palabras para explicar lo mismo; para ese crítico, para cualquier historiador, la reacción racionalista contra los excesos barrocos que había inspirado el neoclasicismo dio paso a un intelectualismo rígido, seco y áspero y aquella recuperación del modelo clásico –del cual se derivaban la disciplina y las reglas necesarias para el logro de una obra perfecta- degeneró en un excesivo culto a la razón donde “la emoción, el mito y el símbolo eran con frecuencia sacrificados a imperativos racionalistas” (Vítor Manuel de Aguiar e Silva, Teoría de la literatura, 1986). Por eso, tampoco debe extrañarnos que, cuando a mediados del siglo XVIII la inspiración poética parece a punto de marchitarse confundida con el trabajo, el estudio y el saber y la figura de Shakespeare ya casi es presa del descrédito, surja una nueva estética que muestra el declive de las influencias greco-latinas y se distancia de los cánones estéticos del clasicismo. Es el movimiento que hoy conocemos como prerromanticismo o Sturm und Drang y cuya literatura se rebela contra las reglas neoclásicas y defiende la preponderancia del genio como fuerza ajena al dominio de la razón que no puede ser sometida a preceptos. De esta manera, la poesía se libera del principio de la imitación que nadie se había atrevido a discutir desde los tiempos de Platón y Aristóteles y si bien sus adalides reconocen que griegos y latinos no tienen parigual en la reproducción de la belleza natural, también sostienen que el eje de la filosofía ya no está en la naturaleza, sino en la conciencia del hombre y que el espíritu moderno, más complejo, quiere un arte que traduzca sus debilidades y sus grandezas y, sobre todo, sus anhelos de una libertad infinita.

En verdad, Inglaterra desempeñó un papel importantísimo en la consecución de ese ideal y sus hombres de letras contribuyeron con obras como Night Thoughts de Edward Young, The Seasons de Thomson y los poemas de Ossian que gustaba de traducir Werther y que en realidad habían sido compuestos por James McPherson, pero ¿y Shakespeare? Pues bien, después de verse tanto tiempo denostado y a la vez imitado por quienes le reprochaban sus excesos, el dramaturgo inglés pudo por fin resarcirse e imponer la categoría de su talento universal, pero no en su país natal –donde, como hemos dicho, nunca le hizo falta- sino en toda Europa y ello fue gracias a la labor de los hermanos Friedrich y August Wilhelm Schlegel, Ludwig Tieck y Friedrich von Hardenberg, Novalis quienes, como teóricos, críticos e incluso traductores, por fin le situaron en el lugar de privilegio que le corresponde, aunque posteriormente Tieck se permitiera situar a Calderón aún por encima.

Como puede suponerse, el credo estético de los abanderados del Sturm und Drang se oponía radicalmente al de los neoclásicos: en él, las influencias greco-latinas son gradualmente sustituidas por fuentes nuevas y Shakespeare, hasta entonces ensombrecido por Racine, se erige en el modelo a seguir y se convierte en objeto de múltiples ediciones y continuas alabanzas; su indiferencia hacia las reglas clásicas, su expresión espontánea de la emoción extrema y su lenguaje se funden para componer la esencia de su genio; se le considera más un poeta al que hay que leer que un dramaturgo, se le tiene, en fin, por un auténtico filósofo: “Shakespeare no es de ninguna época; es inútil intentar apoyar sus frases con citas de Ben Jonson, Beaumont y Fletcher. Su lenguaje es completamente personal y los dramaturgos más jóvenes le imitaron. La construcción de las frases de Shakespeare, en verso o en prosa, es el vehículo necesario y homogéneo de su particular forma de pensar. El suyo no es el estilo de la época... Creo que no era en absoluto más inteligible en su día que lo que es ahora para un hombre culto, salvo por unas pocas alusiones sin importancia. Como dije, no pertenece a ninguna época ni –añado- a ninguna religión, partido o profesión. El cuerpo y la sustancia de sus obras surgió de la insondable profundidad de su mente oceánica” (Samuel Taylor Coleridge, Table Talk, 1836).

Es a partir de ese momento cuando las obras de Shakespeare son vistas bajo una óptica distinta –o, si se prefiere, moderna- y su figura va reevaluándose a medida que se conocen las nuevas aportaciones que se hacen desde otros campos: así, William Hazlitt comenzó a explorar seriamente el aspecto psicológico de las obras del inglés en un enfoque que ha llegado hasta nuestros días y que tiene en sus Lectures on the English poets (1818) uno de sus estudios más serios. En él, encontramos pasajes como éste: “Cada uno de sus personajes tiene tanto de sí mismo y es tan independiente del resto y del autor, que parece una persona real, no una ficción de la mente. Se diría que el poeta se identifica con el carácter que desea representar y que pasa de uno a otro, como un mismo alma que va animando sucesivamente cuerpos diferentes. Sirviéndose de un arte semejante al del ventrílocuo, arroja su imaginación fuera de si mismo, y logra aparentar que procede de la boca de la persona en cuyo nombre se da. Sus obras son auténticas expresiones de pasión, no descripciones; sus personajes, verdaderos seres de carne y hueso: hablan como hombres, no como escritores".

El lector melómano que haya tenido la paciencia de llegar hasta aquí se sentirá defraudado si no encuentra alguna alusión a Shakespeare y la música o Shakespeare y la ópera, pero nunca fue ése el propósito de este artículo; quizás, y para recompensar su esfuerzo, podemos dejar apuntado que el inglés ha sido fuente de inspiración de infinidad de obras, aunque, como recuerda el Grove Dictionary of Music and Musicians, apenas un puñado de ellas son dignas de recuerdo y, entre éstas, sólo unas pocas óperas son fieles adaptaciones de las obras en que se basan (la belliniana I Capuleti e i Montecchi no es una de ellas, si nos fijamos en cómo están tratados los personajes). Seguramente, Rossini, Verdi, Wagner y Bellini, que también eran hombres de teatro aunque éste fuera musical, participaban de las impresiones de Hazlitt y de hecho dejaron escritas interesantes apreciaciones sobre Shakespeare, pero estas líneas llegan a su fin y deben hacerlo concluyendo que, de la misma forma que hacemos con Cervantes, hemos de volver a Shakespeare una y otra vez, no tanto por saber más de él o de sus obras, como por conocernos mejor a nosotros mismos.

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