jueves, 3 de mayo de 2007

Ut musica


Dicen que la música empieza donde termina la palabra, aunque uno, que ni escribe ni compone, pero se mueve permanentemente entre fusas, corchetes, frases y corcheas, no acaba de ver clara esa división. Pienso que quizá mi astigmatismo también lo es mental y que algo se me escapa, pero me consuelo pensando que tampoco soy el único: Mendelssohn, que de música sabía un rato, escribió Romanzas sin palabras porque creía que éstas, más que revelar, ocultan la verdad de los sentimientos más íntimos y profundos y, más que aclarar, confunden, lo que no deja de ser otro desorden romántico, aunque no falte quien de buena fe así lo crea.

Decía que nunca he visto clara esa división y cuando leo Acción de gracias de Ana Rodríguez de la Robla, pues la verdad, menos aún: me ocurrió la otra noche al leer Lápiz en la nieve mientras escuchaba el Quinteto para piano de Schumann; a lo mejor fue simplemente por cansancio, pero de pronto sentí –o me pareció sentir- que lo que en realidad oía era una voz –no sé de quién- leyéndome sus versos en una de esas experiencias que los psicólogos llaman sinestesia. Ayuno como estaba de productos psicotrópicos, repetí la experiencia al día siguiente y la sensación se reprodujo con la misma intensidad; puede que fuera por pura y simple autosugestión; no sé, pero creo que la razón de tal fenómeno se encuentra en la propia naturaleza de la poesía de Ana Rodríguez de la Robla –de quien hasta ahora sólo conocía sus agudas críticas teatrales- aunque si me paro a pensarlo, su aliento me recuerda más al expresionismo vanguardista de Schönberg y la continua tensión-distensión de Noche transfigurada que al romanticismo anhelante de Schumann.

Me pregunto si la autora, de cuya melomanía queda constancia en Medusas, Embraceable you y O dolorosa gioia, convendría conmigo en este parentesco, pues parece que le atrae más la figura de Bach, Händel o Gesualdo y la cristalina claridad de sus texturas, casi en las antípodas de Schönberg, pero olvidémonos de los nombres y volvamos al asunto: sí, es cierto lo que dice Jaime Siles en el prólogo precisamente a propósito de Lápiz en la nieve -“la escritura tiene dinamismo de partitura musical”- y también lo es que Acción de gracias rebosa musicalidad, pero, parafraseando a Fernando Llorente en su magnífica reseña, ¿podría ser de otro modo en un libro de poesía que lo sea? No, no parece pues que hayamos descubierto lo que de extraordinario hay en sus versos –algo para lo que, por otro lado, no me considero capacitado-, pero sí me gustaría subrayar ese valor que tantas otras veces se supone más que se percibe y apuntar otro, aún más evidente: su fantástico poder visionario, el inagotable torrente de imágenes que se suceden mostrándonos ríos de sangre, arroyos que surcan paraísos inhóspitos y paisajes asilvestrados por los que se deslizan serpientes y los supervivientes de la barbarie luchan por mantenerse en pie. Ni William Blake lo hubiera pintado mejor.

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